martes, 11 de mayo de 2021

La casa de la 50


Viéndola así, remozada, recién pintada y de un hermoso color “colonial” dice Mariana, es casi imposible compararla con aquella casita del verano del 68 cuando fueron todos por primera vez.

Habrían arreglado el alquiler para el mes de enero por teléfono, ¿habrán visto el aviso del alquiler en los clasificados de algún diario? En una época en que no había internet, se deben haber encontrado con el dueño, les mostró fotos de la casa. No era grande, sólo dos dormitorios, pero se podía acomodar una camita con otra abajo en el living y algún catrecito también, dijo.

Allá alquilaban, en el verano era así, aparecían muchos negocios que ofrecían camas, cunas, hasta mesas y sillas.

“Es todo nuevo” repetía el dueño, todo a estrenar…la terminé hace poquito, mi casa está a la vuelta.

Está un poquito lejos de la playa, pero es mejor, más tranquilo.

Es donde vive la gente del pueblo, “gente de trabajo pero de confianza”, debe haber dicho el Sr Bosco, propietario de la casa en cuestión, parafraseando una publicidad de aquel entonces.

El que construyó la casita vive en la 25, la señora tiene una pequeña despensa…igual hay un supermercado grande, muchos negocios en el centro.

Fueron en el Fiat 1500, difícil entender desde el hoy cómo hacían, cómo viajaban.

Porque era hasta Miramar, no era muy lejos, un poquito después de Mar del Plata.

Pero, manejaba el papá, la mamá al lado con Mariana que era la más chiquita, y atrás la abuela, la bisabuela, y las dos hijas mayores Paula y Cristina. Cinturones de seguridad en esa época no existían, ni siquiera para el conductor o quizás sí, porque antes de tener ese auto habían tenido un Fiat 600 y una vez al papá lo chocó un colectivo cuando vivían en Ituzaingó, y él decía que había zafado de quedar atrapado dentro del auto gracias a no tener un cinturón de seguridad.

El viaje desde Flores había de sufrir varias vueltas atrás, siempre alguien recordaba que se estaba olvidando algo fundamental y esencial para el mes lejos de la casa. Los dientes de la abuela, el estuche de lentes de la hija mayor, y el papá retomaba y se volvía a buscar lo que faltaba.

Era inevitable detenerse en el Atalaya, la confitería sobre la ruta a escasos 100 km de Buenos Aires, café con leche y medialunas para todos.

Varias paradas en la ruta 2 hasta finalmente llegar a Miramar y darse cuenta de qué manera estaban numeradas las calles, recorrer por su avenida principal y ancha –“la 23”- desde la costanera hasta la 50 que era donde quedaba la casita, ya al llegar a la 40 las calles eran de tierra, caramba.

Y la 50 desde ya también de tierra, ¿el propietario había dicho que fuera así? No me acuerdo decía la mamá, creo que no lo mencionó, no se nos ocurrió preguntar. Buscando llegan a una casita con un porche y dos ventanas a la calle, horrible la casita…ni siquiera estaba revocada…espantosa. Parar ahí y que el papá buscara al dueño a la vuelta donde dijo que vivía…y vino, abrió la puerta, adentro estaba efectivamente todo lindo, los pisos de un color extraño, pero bueno, no importaba. En el living en una de las paredes un friso de una mujer aparentemente griega con un cántaro en su mano…y el señor diciendo ahí abajo se puede poner una camita, y la bisabuela “yo no quiero dormir ahí, mirá si se me cae la estatua encima”.

El señor se fue, les dejó las llaves y todos opinaban acerca de lo fea que era la casita, y que ¿qué vamos a hacer?, ¿vamos a alquilar otra cosa? Ya no se puede, no nos va a devolver la plata que le pagamos…pero es que es tan fea.

Los muebles eran nuevos y había cantidad de vasos, platos y cubiertos.

En las habitaciones las camitas eran nuevas, con colchones nuevos y sábanas y frazadas.

Se quedaron ese enero y volvieron al año siguiente. Y al otro también.  Después de unos años los padres compraron la casita, se plantaron árboles frutales, flores, un gomero, una hortensia. Cerraron el fondo. Agrandaron la casita hacia donde estaba la entrada de autos. Pusieron postigones, compraron una nueva puerta para el frente. Peso sobre peso.

En el 77 fueron con los tíos César y Celestina que llevaban una plantita de palta germinada en una latita, y la plantaron al lado del limonero y también plantaron un “pinito”. A fines de ese año se casó la hija mayor y la “luna de miel” fue en Miramar. Y la recomendación del papá fue “rieguen el pinito”.

En el 81 se murió el papá y en el 87 Mariana –la hermana menor- se fue a vivir allá. Y hubo paredes pintadas de lindos colores, y cambios en la iluminación, en las cortinas, en esa ventana extraña que dividía la cocina del comedor y que se transformó en un bello desayunador.

Un techito por si llueve atrás sobre un patio de lajas. Después apareció la casita para Paula con un caminito que llevaba hasta ella.

Falleció la mamá, ya pasaron 9 años, y la casita sigue creciendo.

El “pinito” del papá es enorme al igual que “el palto” de los tíos que puntualmente regala muchísimas paltas año tras año.

La calle 50 y las otras del barrio se asfaltaron hace ya mucho tiempo, vinieron el agua potable y el gas, este verano una nueva pintura le cambió la cara y por suerte, aunque ya no esté a la vuelta quien fuera su dueño, los buenos vecinos siguen estando en el barrio.

lunes, 31 de agosto de 2020

30 de agosto: día del detenidx-desaparecidx en Argentina

 “Polvo de estrellas”


—Son las 5 de la tarde —me dijo Ana casi susurrando.

—¿Cómo sabés? —le pregunté desde la celda de al lado.

—Por la proyección del sol en la pared. Se forma un ángulo, y por trigonometría, mido el seno y el coseno; así lo puedo calcular. Estudio Astronomía.


“Seguimos hablando un rato, de celda a celda, en el Pozo de Quilmes. Nos habíamos levantado la venda y mirábamos por las ventanitas de las puertas de los calabozos que daban a un paredón. Un día se la llevaron. Nunca supe más de ella. Siempre transmití a mis alumnos que la trigonometría es muy importante para resolver problemas cotidianos de nuestras vidas. 

Un homenaje a vos Ana, que me pudiste decir la hora cuando había perdido todas las coordenadas.”


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Este fragmento poético, a modo de tributo, lo escribió la querida Emilce Graciela Moler hace tres años en su red social. Fue para un nuevo aniversario del secuestro y desaparición de Ana Teresa Diego, ocurrido el 30 de setiembre de 1976, cuando salía de la facultad. Alcanzó a gritar su nombre antes de que la subieran con violencia a un auto sin patente. Tenía 21 años, había nacido en Bahía Blanca. Era una brillante estudiante del doctorado en Astronomía de la Universidad de La Plata y militaba en la Federación Juvenil Comunista. La vieron por última vez en un centro clandestino del Circuito Camps. Su mamá, Zaida Franz, viuda desde 1975, fue de las primeras Madres que se puso a marchar en su búsqueda.


El Equipo Argentino de Antropología Forense identificó los restos de Ana Teresa Diego en 2012. Su cuerpo había sido enterrado en una fosa común del cementerio de Avellaneda. Pero antes, el 10 de diciembre de 2011 (Día de los Derechos Humanos), el Comité de la Unión Astronómica Internacional aprobó la propuesta del decanato de la Facultad de Ciencias Astronómicas y Geofísicas platense y bautizó a un asteroide con el nombre “Anadiego”. 


El nombre de esa alumna generosa y comprometida designará por siempre al asteroide 11441; se encuentra entre Marte y Júpiter, en el cinturón principal de asteroides. Había sido descubierto en 1975 en San Juan.


Es la primera vez que el nombre de un desaparecido se asigna a un cuerpo del sistema solar. 


Ayer fue el Día del Detenido Desaparecido y por la tarde los argentinos vimos con orgullo (el mismo que se empeñaron en pisotearnos durante los últimos cuatro años) cómo nuestros científicos ponían en órbita, desde Cabo Cañaveral, un nuevo satélite nuestro, el más tecnológico y moderno. 

A veces siento que las cosas no pasan solo de casualidad.


-Héctor Rodríguez

viernes, 19 de junio de 2020

Niní





El otro día una querida amiga me escribió en un mensaje "...te acompaño en este triste día por la pérdida de Niní...sé que tenían una larga amistad..."

Y en verdad no teníamos esa larga amistad, pero creo que la conozco desde siempre, desde que empecé a trabajar en el Hospital, allá lejos y hace tiempo.
Recuerdo verla sentada con su guardapolvo blanco frente al consultorio de curaciones en el Hospital viejo.
Yo ya sabía quién era.
Después o antes conocí a Maribé, pero ese es otro capítulo.
Tan cordobesa Niní, y yo no sabía como reza ahora en todas las notas "llegó a Río Grande desde su Cosquín natal allá por...."
Después empezaron las exposiciones, de fotos, de pinturas...
Cuando compartimos un tiempo con Julio, Niní y Maribé eran de la partida en una cena de cumpleaños, en el Encuentro de poetas y juglares "Y vino la palabra".
En verdad y ya sin Julio al lado, tuve que entregar material de poesía para el amigo Goijman que hacía la revista "Patagonia Poesía", y quien me acercó sus primeros libros fue Guillo Giorgetti.

En el 2010 y ya con el matrimonio igualitario convertido en ley, recuerdo haberle preguntado a Maribé justamente en el casamiento de Juan y Pedro, qué iban a hacer ellas, y me respondió que no se casarían, pero que habían ido haciendo previsiones durante todos  estos años.

Creo que nunca me perdí ninguna de sus presentaciones de libros, ni exposiciones de pintura...la polifacética Niní encandilaba con su talento dividido.
Una vez la invité a cenar porque nos íbamos a encontrar con otra amiga y una chica francesa de visita, y protestó mucho contra la gobernadora que a la sazón era mi amiga, por una obra de arte que no les habían pagado a las muchas artistas que la habían realizado y justamente en homenaje a la mujer....averigüé qué había pasado y se trató de un desorden administrativo que fue tardíamente subsanado, pero me quedé con la idea que Niní se había quedado enojada conmigo. Una tarde de Feria del Libro, tomando un café en la esquina se lo dije a Maribé muy entristecida, ella me aseguró que no, que sin duda no era así. Cuando volví a la Feria, me llamó y me regaló el libro que estaba en ese momento por presentar, con una muy linda dedicatoria.
El día que fui a su muestra sobre Batman en el hermoso espacio que tenían Maxi López y Laura, me dediqué fundamentalmente a sacar fotos. Pero siempre admirada por sus ocurrencias, su "Oración a Batman" merecería prácticamente un capítulo entero.
Muchísimo tiempo antes que fuera publicado su libro "Yeso Tango", Julio Leite me contó, debido a que yo había comenzado a aprender a bailar tango y tenía un blog, que Niní una vez en Buenos Aires, se había fracturado un pie, y como estaba cerca del Café Tortoni o de algún lugar donde sonaban tangos, estando ella encerrada en una habitación de hotel, había escrito muchos poemas, que para ella eran tangos, que la fuera a ver así me los mostraba.
Y así fue, la llamé por teléfono y me invitó a su casa. Charlamos un rato y buscó unas hojas escritas a máquina y fui leyendo uno a uno sus poemas. Le conté mi idea de ponerlos en el blog, y ahí me dijo que no sabía, que como no habían sido editados, era mejor no publicarlos, pero si quería que le sacara fotocopias. Y eso hice, ese mismo día, con los que más me gustaban.
El día que presentó el libro definitivo, yo fui y había una mini orquesta típica ...justo llegó un compañero del Taller de tango, y a pesar de no contar con el calzado apropiado, bailamos uno de esos, allí en la penumbra del S.U.M. de los Yaganes.

Me encantaba ir a verla y que me interpelara, me hacía sentir importante..."Y Aguado, que querés preguntar" Y yo tímidamente, "No, nada, alguno de los poemas del libro lleva por título el del libro?"
Otras veces, me decía, "Qué te pareció, te veo seria, no te gustó?"
Y siempre me gustaba todo.

Te fuiste antes de tiempo Niní -plaquetas de mierda y la puta que las parió- tan lúcida, tan inteligente, tan gran artista...pero nos legaste tu obra de toda la vida.
No serás olvidada ni ahí, aunque nos dejaste sin tu presencia, serás recordada por siempre...mientras haya en el mundo primaveras habrá poesía, y habrá Niní.


lunes, 27 de mayo de 2019

Escrito de Vicent dado a Fabio Reiss en el 2015



Milagro

Por Manuel Vicent
El País, Madrid, agosto de 2001


En la puerta de la heladera y también en el espejo del lavabo he escrito una oración con los colores ingenuos de Joan Miró, rojo, azul, amarillo. Siempre que entro en la cocina o en el cuarto de baño estoy obligado a leerla. La oración dice: cada día es un milagro. Aunque tengo la costumbre de afeitarme con la luz apagada, no obstante, vislumbro esa inscripción en el fondo de la oscuridad junto a la sombra de mi rostro. Ese aviso guarda también los quesos, frutas, mermeladas, pescados y otros alimentos. Antes de acceder a ellos debo deletrear mentalmente esa máxima como si fuera la clave que abre la caja del tesoro. Hace tiempo que considero que la historia universal sólo consiste en lo que sucede cada hora a doscientos metros a mi alrededor. Me afeito a oscuras porque sé que fuera están bombardeando constantemente, si bien no se derrumban las casas ni hay muertos bajo los escombros. Las ruinas sólo se producen en mi propio rostro, por eso apago la luz aunque no suenen las sirenas. Gracias a la oscuridad de momento logro salvar la cara. Es el primer milagro del día. Después de afeitarme salgo del cuarto de baño y al instante comienza la historia universal. Mientras me dirijo a la heladera oigo al chatarrero. Miro por la ventana su carromato lleno de trastos y me llevo una gran alegría al comprobar que no estoy entre ellos y ése es el segundo milagro. Abro la heladera: hay mucha mantequilla. Suena el teléfono: me llama un amigo. Salgo a la calle: hace sol, dos adolescentes se besan y yo encuentro un taxi enseguida. Leo el periódico: ha habido un accidente multitudinario y uno de los muertos no soy yo todavía. Oigo en el telediario lo que dicen unos políticos: es un milagro que yo no haya votado a esos idiotas. Asisto por la tarde a la presentación de un libro: me consuelo pensando que no soy yo el que ha escrito esa basura. Pude haberme visto el rostro en el espejo cuando me afeitaba, haber viajado en el carromato del chatarrero, no tener mantequilla en la heladera y en cambio haber escrito ese libro detestable. Cada día es un milagro.

Mis últimos muertos

Mucha pena últimamente, se están yendo los amigos.
En diciembre se fue Rubén López compañero de tango, un hombre justo, bueno y empeñoso con el que compartía el Taller de Tango del Cachafaz Luis Argamonte desde el 2007. Junto con Kike y Clarita, Rubén y yo fuimos los fundadores del "Club de chupamedias" del profe.
Eso en verdad es una broma, sin duda que parecíamos chupamedias de la primera hora, pero bueno, lo respetábamos e anche admirábamos, a él y a Nati.
Rubén no tuvo velorio, acompañamos junto a su hija Wanda y su compañero Pocho su féretro al cementerio y yo lloré porque me pareció que teníamos que haber hecho más ceremonia....

El 21 de abril se murió mi querido amigo, ex compañero, poeta de Río Grande, Tierra del Fuego y Patagonia Argentina, Julio Leite. Y adrede no digo "Mochi", su apodo de jueventud que lo acompañó hasta su muerte, incluso muches agregándole una "n" que no poseía, y le tiraban "Monchi", horrible.
Alguna vez él me dijo, "No, no me digas Mochi, decime Julio". Y así fue siempre. Hace tres años tuvo un ACV, quedó con una secuela física no muy importante, pero una hemiparesia izquierda justo él que era zurdo, y una dificultad intelectual fundamentalmente relacionada con la memoria nominal, no la de sus poemas que seguía recitando a la perfección, con la misma emoción, con su hermosa y tonante voz.
Yo no estaba en Río Grande cuando se murió Julio, llegué el 23 a la madrugada, ya todo había pasado. Llegó Ingeborg,(quien había sido su compañera en Punta Arenas, muchos años) con dudas de venir ante su ausencia, el 24 y fuimos al cementerio antes que cierre porque ella deseaba hacerlo. Finalmente solos y un poco con la ayuda de Leonel, llegamos un nicho con flores recientes e Inge dijo algunas palabras. Yo que desde el ACV sentí que Julio ya se había ido, no pude llorar, ni emocionarme ni nada. Guardé respetuoso silencio, la abracé...y nos fuimos.
Al mes ella me escribió diciéndome que estaba triste y angustiada, dudaba si lo que sentía era culpa o un sentimiento que no lograba identificar. La tranquilicé pero yo también comencé a sentirme sin él en la ciudad. Él seguía demostrándome su cariño, recordando mi cumpleaños y nuestros escasos meses juntos, y yo también lo quería mucho....aunque ya no fuera el mismo Julio.

Y ayer se murió Fabio Reiss, mucho no lo conocía, pero era un hombre afable y educado, gran amante del tango, iba a las clases del profe con su señora, María, quien en los últimos años desarrolló una enfermedad de Alzheimer y creo que ya no lo reconocía tampoco a él. Se ve que Fabio tenía alguna enfermedad cardíaca, evolucionó hacia una insuficiencia cardiaca, tuvo una neumonía y se murió. Cinco de sus hijos viajaron y hoy fuimos a su velorio con otra compañera de tango que era mucho más amiga de él y de su esposa, los conocía mucho más...yo no.

En algún momento allá por el año 2015 conversando en el taller de tango, me dio algo que había escrito y que ahora he buscado entre mis papeles infructuosamente, tenía que ver con cómo se sentía y a mí me hizo recordar a un escrito de Manuel Vicent que me había hecho llegar Hernán López Echagüe en un curso on line sobre crónicas periodísticas, recuerdo que lo imprimí y a la clase siguiente se lo llevé a Fabio.
Lo leyó y dijo que estaba mucho mejor escrito que lo suyo.
Me encantaba bailar con él en las milongas, llevaba maravillosamente bien el ritmo, empezaba y terminaba con la frase, no hacía muchos firuletes y eso no importaba en verdad.

Una los va a seguir extrañanado Rubén, Julio y Fabio.

domingo, 17 de febrero de 2019

No somos putos, no somos faloperos....

Hace rato ya, que estoy viendo unos videos de youtube armados muy sabiamente por un tal Nestor Montalbano -a quien no conozco- fue mi hija menor quien me recomendó que lo haga, y así lo hice, y pasaron los videos año tras año, década tras década.
Estaba hace un rato recordando mientras veía el 74, Perón, la plaza llena, los montoneros que se van, y me acordé que recientemente escuché a alguien en la radio recordando esa vieja consigna que solían cantar en las movilizaciones "No somos putos, no somos faloperos, somos soldados de FAR y Montoneros".
Era el signo de una época, quien hablaba en el programa Reunión cumbre de Carlos Ulanovsky era Ernesto Larrese  quien escribió a medias con su marido el libro "Rechazo a primera vista"el año pasado.
Relató un hecho muy particular en su época de militancia que no llegó a entrar en el libro, y era que justamente como en aquella época tenía amigos de FAR y Montoneros, un día estaba participando de una marcha y todos cantando la consigna cuando de repente tomó conciencia de lo que estaba cantando, y se dijo "Yo soy puto, soy falopero, qué estoy haciendo acá, estoy marchando con el enemiogo", y se fue de la movilización con una excusa.
A raíz de todo esto encontré una nota del 2009 en el suplemento Soy de Página 12, escrita maravillosamente por Alejandro Modarelli. 
Mucha agua ha pasado bajo el puente desde el 74 a la fecha, tenemos matrimonio igualitario, no tenemos edictos policiales, pero siguen existiendo travesticidios y discriminación. 
Voy a copiar y pegar la nota de Modarelli y hay que seguir luchando por la inclusión y la no discriminación.

soy
VIERNES, 20 DE MARZO DE 2009


ES MI MUNDO
Víctimas sin nombre


Despreciado por la izquierda en la que de todos modos se inscribía, el Frente de Liberación Homosexual tuvo una vida breve que se extinguió poco antes del comienzo de la última dictadura, cuando el terror empezaba a diseñar su método con sangre y ausencia. “Vivir y amar en una patria liberada” era la revulsiva consigna que enarbolaron, aun cuando para los disidentes sexuales la persecución y la tortura no pedían pruebas de fervor militante. Ser o parecer era suficiente para que la saña moralista cobrara sus víctimas, víctimas que todavía hoy no son reconocidas, ni inscriptas por el Estado.

Por Alejandro Modarelli


”Hay cadáveres”, escribió Néstor Perlongher en uno de sus viajes en micro entre Buenos Aires y San Pablo, ciudad en donde más tarde se quedó a vivir. Y con esa certeza de devastación comenzó a trazar, en 1981, uno de los más respetados poemas de la literatura argentina de las décadas finales del siglo XX, donde buscó hacer inteligible, para sí, para los otros, las condiciones de posibilidad de la última dictadura.


Imposible esquivar aquellos cadáveres en el pantano donde creció la tragedia argentina. Ni tampoco la figura del poeta —sociólogo y antropólogo también— que los alumbró con su pluma, seguramente el más conocido de los agitadores del Frente de Liberación Homosexual (FLH). El grupo, formado por un grupo de disidentes sexuales de extracción gremial e intelectual, había nacido un año antes de que comenzara la década del ‘70 y fue disuelto poco antes del golpe de Estado de 1976, cuando ya en las admoniciones, balas y amenazas de la derecha peronista —aquel Osinde, aquel López Rega— se iba fabricando el futuro perfil del desaparecido, dentro del cual podía cuajar el activista homosexual, por su loco afán de subvertir las normas represivas.


La consigna era “Amar y vivir libremente en un país liberado”. En esos tiempos, en América latina, era impensable separar la “liberación homosexual” del camino revolucionario.


Pero la revolución en Cuba y, por tanto, en la Argentina —ya lo había advertido Fidel— no necesitaba peluqueros. Y los esfuerzos del Frente de Liberación por sumarse a la izquierda revolucionaria se parecían en mucho a la seducción de la dama en el amor cortés; el objeto amado, por más prenda de amor que las locas pusiéramos a sus pies, seguía siendo inaccesible. “No somos putos, no somos faloperos, somos soldados de FAR y Montoneros”, respondía el peronismo combativo cuando la cercanía de los maricones se convertía en amenaza de ablandamiento. Así de peligrosa parece ser la seda en el cuerpo del soldado. ¿Qué promesa de paraíso les quedaba entonces al FLH? Hace unos días, Antonio Cafiero, cuando se le preguntó sobre la agrupación Putos Peronistas (que no tenía idea de que existía), reconoció que a los homosexuales, en aquella época, no los querían ni en el Partido Justicialista ni en la amistad. Héctor Anabitarte, testimoniante en Fiestas, baños y exilios. Los gays porteños en la última dictadura, me contó que junto con otros activistas del FLH fueron a conversar con asesores de Cámpora, muy solidarios ellos, que le aseguraron que cuando tomasen el poder, los homosexuales tendrían la posibilidad de curarse en campos de rehabilitación.


Al amor frustrado del activismo gay por los revolucionarios le siguió marzo del ‘76. Unos meses antes, desde la revista El Caudillo, López Rega llamaba al exterminio de los homosexuales, y asociaba la reciente visibilidad contestataria de “esos pervertidos” a un delirante complot del marxismo internacional. El artículo se llamaba “Hay que acabar con los homosexuales” (un título que se prestó a tantas bromas), y ahí aparece la caricatura de un barbudo travestido diciendo: “Ahora trabajamos para los montoneros”. Enseguida, el FLH pasó a la clandestinidad. El aviso había llegado a destino; los apellidos de los activistas se trastrocaron en nomes-de-guérre y, en boca de Perlongher, la clave para darse cita en el barrio de Flores pasó a ser un comentario literario sobre Las Flores del Mal. La dictadura, después, no fue mucho más original que la Triple A en sus propuestas, y le tocó a un jefe policial dar la orden de “espantar a los homosexuales de las calles”, junto a cualquier otro grupo que complicase la imagen de saludable argentinidad, justo cuando se organizaba el Mundial de Fútbol.


Pero la vida fluye entre las heces, y en la misma carroña se gesta a menudo una hermosa obra de resistencia. ¿Cómo amar y vivir libremente en un país que no sería jamás liberado? La libertad, se sabe, alcanza su punto heroico de expresión en la negación monstruosa de su principio. Y entonces hasta los baños públicos de estación —las teteras— pueden tomarse por trincheras del grito sagrado. Incluso ahí, entre las moscas, Eros convierte la soledad y el sufrimiento de una loca bajo la represión de una dictadura en la posibilidad de un buen polvo y de una bella amistad o un largo romance. Los andenes del ferrocarril se transformaron en lugares de sociabilidad, en una ciudad donde se había extinguido cualquier otro espacio público de encuentro y las fiestas privadas conocidas como parties se organizaban a hurtadillas. O con la complicidad de vecinos más liberales, como en Tigre. Vaya a saberse en qué momento caería la policía en la casa emperifollada, y habría que emprender un viaje en patrullero subida a los tacos de mamá o, como en el caso de un señor Bunge —hasta la aristocracia a veces debía dar explicaciones—, con una frutillita de plush sobre la zona picante del slip.


Como el subsuelo de las instituciones masculinas cerradas parece encontrar siempre alguna inspiración en los films de Visconti, o en las orgías de las SS del señor Hitler, circularon testimonios sobre encamadas de militares en la mismísima comisaría de la Casa Rosada. O relatos sobre una cofradía de policías, tal como lo menciona el periodista Sergio Núñez en su artículo “La represión sexual en el Proceso”, que fueron pescados in fraganti en una casona en las afueras de Buenos Aires, amándose colectivamente a la manera de Tiberio, y por eso separados de inmediato de sus cuadros.


Quién sabe, esos uniformados aficionados a la decadencia romana pertenecían quizás a la Brigada de Moralidad, y por tanto se dedicarían con fruición perversa a aplicar el inciso 2º H, por escándalo en la vía pública. Porque, tantas veces ocultos en el deber de vigilar y castigar, los muchachos de moralidad solían dar rienda suelta al placer al que buscaban dar caza, y si no chantajeaban a su presa, se entretenían en mamadas.


A pesar de que las comisarías fueron una especie de contra-living de las locas errantes, interceptadas a diario en la calle, donde se humillaba sobre todo a las que llevaban la marca exclusiva de su pasividad en el pantalón ajustado o en los bucles oxigenados, no hubo en el informe Nunca Más datos de desapariciones, o de torturas, a causa de la orientación sexual. Pero, según contó Carlos Jáuregui, el rabino Marshall Meyer —miembro de la Conadep— le había asegurado que, si bien no habría sido el motivo principal de su desaparición o castigo, la homosexualidad de la víctima era razón suficiente para mayores sañas. Además se habrían hallado listas de detenidos donde al costado de algunos nombres se señalaba si pertenecían a un “puto” o a un “judío”. Una travesti, no hace mucho, denunció haber pasado por el Pozo de Banfield, con las consecuencias que no son difíciles de imaginar. En 1982, un comando homofóbico de nombre marcial se adjudicó la muerte de decenas de gays en Buenos Aires. ¿No será hora de que se reclame al Estado el reconocimiento de las víctimas Glttbi, así como, a instancias de la DAIA, lo hizo con relación a las víctimas judías?


Perlongher, como muchos otros gays, lesbianas y trans bajo la última dictadura, si no con un revólver sobre la frente, se fue harto del caldo del autoritarismo y la homofobia. Un chonguito, pareciera que soplón de la policía, le armó una emboscada y la loca de Avellaneda pasó dos años en Devoto, y su culo desnudo, “descubierto en una fiesta negra”, ilustró una revista amarillista, creo que Así.


Muchos gays creyeron que con el advenimiento de la democracia, en 1983, comenzaba el asalto al Palacio de Invierno de todas las represiones argentinas. Que el mismo Alfonsín se convertiría en ángel de la Historia. Pero el nuevo ministro del Interior mantuvo en pie el ala homófoba del Palacio, y junto con discotecas gays y lésbicas, ahora fácilmente reconocibles en la cartografía urbana, ay, llegaron las primeras razzias policiales en democracia. De algún modo (al modo en que Néstor Perlongher escribió en “Cadáveres”), en esa Argentina post-dictadura, demasiados perseguidos u olvidados seguían con el agua hasta el cuello.

Marcha del FLH en los años 70

jueves, 10 de enero de 2019

Pacto de sangre

Hace un rato, hoy es ya 11/01/19, escuché en la radio am 750 a Alejandro Apo leyendo un cuento de Mario Benedetti.
Me gustó muchísimo y me produjo una emoción tan grande que comencé a llorar, al principio despacito y después como cuando tenía 20 años y lloraba tanto...
Lo comparto.

Mario Benedetti
(Paso de los Toros, Departamento de Tacuarembó,
Uruguay, 14 de septiembre del 1920 — Montevideo, 17 de mayo de 2009)

Pacto de sangre
(Despistes y franquezas, 1989)
      A esta altura ya nadie me nombra por mi nombre: Octavio. Todos me llaman abuelo. Incluida mi propia hija. Cuando uno tiene, como yo, ochenta y cuatro años, qué más puede pedir. No pido nada. Fui y sigo siendo orgulloso. Sin embargo, hace ya algunos años que me he acostumbrado a estar en la mecedora o en la cama. No hablo. Los demás creen que no puedo hablar, incluso el médico lo cree. Pero yo puedo hablar. Hablo por la noche, monologo, naturalmente que en voz muy baja, para que no me oigan. Hablo nada más que para asegurarme de que puedo. Total, ¿para qué? Afortunadamente, puedo ir al baño por mí mismo, sin ayuda. Esos siete pasos que me separan del lavabo o del inodoro aún puedo darlos. Ducharme no. Eso no podría hacerlo sin ayuda, pero para mi higiene general viene una vez por semana (me gustaría que fuese más frecuente, pero al parecer sale muy caro) el enfermero y me baña en la cama. No lo hace mal. Lo dejo hacer, qué más remedio. Es más cómodo y además tiene una técnica excelente. Cuando al final me pasa una toalla húmeda y fría por los testículos, siento que eso me hace bien, salvo en pleno invierno. Me hace bien, aunque, claro, ya nadie puede resucitar al muerto. A veces, cuando voy al baño, miro en el espejo mis vergüenzas y nunca mejor aplicado el término. Mis vergüenzas. Unas barbas de chivo, eso son. Pero confieso que la toalla fría del enfermero hace que me sienta mejor. Es lo más parecido al «baño vital» que me recomendó un naturista hace unos sesenta años. Era (él, no yo) un viejito, flaco y totalmente canoso, con una mirada pálida pero sabihonda y una voz neutra y sin embargo afable. Me hizo sentar frente a él, me dio un vistazo que no duró más de un minuto, y de inmediato empezó a escribir a máquina, una vieja Remington que parecía un tranvía. Era mi ficha de nuevo paciente. A medida que escribía, iba diciendo el texto en voz alta, probablemente para comprobar si yo pretendía refutarlo. Era increíble. Todo lo que iba diciendo era rigurosamente cierto. Dos veces sarampión, una vez rubeola y otra escarlatina, difteria, tifus, de niño hizo mucha gimnasia, menos mal porque si no hoy tendría problemas respiratorios; várices prematuras, hernia inguinal reabsorbida, buena dentadura, etcétera. Hasta ese día no me había dado cuenta de que era poseedor de tantas taras juntas. Pero gracias a aquel tipo y sus consejos, de a poco fui mejorando. Lo malo vino después, con años y más años. Años. No hay naturista ni matasanos que te los quite. Ahora que debo quedarme todo el tiempo quieto y callado (quieto, por obligación; callado, por vocación), mi diversión es recorrer mi vida, buscar y rebuscar algún detalle que creía olvidado y sin embargo estaba oculto en algún recoveco de la memoria. Con mis ojos casi siempre llorosos (no de llanto sino de vejez) veo y recorro las palmas de mis manos. Ya no conservan el recuerdo táctil de las mujeres que acaricié, pero en la mente sí las tengo, puedo recorrer sus cuerpos como quien pasa una película y detener la cámara a mi gusto para fijarme en un cuello (¿será el de Ana?) que siempre me conmovió, en unos pechos (¿serán los de Luisa?) que durante un año entero me hicieron creer en Dios, en una cintura (¿será la de Carmen?) que reclamaba mis brazos que entonces eran fuertes, en cierto pubis de musgo rubio al que yo llamaba mi vellocino de oro (¿será el de Ema?) que aparecía tanto en mis ensueños (matorral de lujuria) como en mis pesadillas (suerte de Moloch que me tragaba para siempre). Es curioso, a menudo me acuerdo de partículas de cuerpo y no de los rostros o los nombres. Sin embargo, otras veces recuerdo un nombre y no tengo idea de a qué cuerpo correspondía. ¿Dónde estarán esas mujeres? ¿Seguirán vivas? ¿Las l amarán abuelas, sólo abuelas, y no habrá nadie que las llame por sus nombres? La vejez nos sumerge en una suerte de anonimato. En España dicen, o decían, los diarios: murió un anciano de sesenta años. Los cretinos. ¿Qué categoría reservan entonces para nosotros, octogenarios pecadores? ¿Escombros? ¿Ruinas? ¿Esperpentos? Cuando yo tenía sesenta era cualquier cosa menos un anciano. En la playa jugaba a la paleta con los amigos de mis hijos y les ganaba cómodamente. En la cama, si la interlocutora cumplía dignamente su parte en el diálogo corporal, yo cumplía cabalmente con la mía. En el trabajo no diré que era el primero pero sí que integraba el pelotón. Supe divertirme, eso sí, sin agraviar a Teresa. He ahí un nombre que recuerdo junto a su cuerpo. Claro que es el de mi mujer. Estuvimos tantas veces juntos, en el dolor pero sobre todo en el placer. Ella, mientras pudo, supo cómo hacerlo. Puede ser que se imaginara que yo tenía mis cosas por ahí, pero jamás me hizo una escena de celos, esas porquerías que corroen la convivencia. Como contrapartida, cuidé siempre de no agraviarla, de no avergonzarla, de no dejarla en ridículo (primera obligación de un buen marido), porque eso sí es algo que no se perdona. La quise bien, claro que con un amor distinto. Era de alguna manera mi complemento, y también el colchón de mis broncas. Suficiente. Le hice tres varones y una hembra. Suficiente. El ataque de asma que se la llevó fue el prólogo de mi infarto. Sesenta y ocho tenía, y yo setenta. O sea que hace catorce años. No son tantos. Ahí empezó mi marea baja. Y sigue. ¿Con quién voy a hablar? Me consta que para mi hija y para mi yerno soy un peso muerto. No diré que no me quieren, pero tal vez sea de la manera como se puede querer a un mueble de anticuario o a un reloj de cuco o (en estos tiempos) a un horno de microondas. No digo que eso sea injusto. Sólo quiero que me dejen pensar. Viene mi hija por la mañana temprano y no me dice qué tal papá sino qué tal abuelo, como si no proviniera de mi prehistórico espermatozoide. Viene mi yerno al mediodía y dice qué tal abuelo. En él no es una errata sino una muestra de afecto, que aprecio como corresponde, ya que él procede de otro espermatozoide, italiano tal vez, puesto que se llama Aldo Cagnoli. Qué bien, me acordé del nombre completo. A una y a otro les respondo siempre con una sonrisa, un cabeceo conformista y una mirada, lacrimosa como de costumbre, pero inteligente. Esto me lo estoy diciendo a mí mismo, de modo que no es vanidad ni presunción ni coquetería senil, algo que hoy se lleva mucho. Digo inteligente, sencillamente porque es así. También tengo la impresión de que ellos agradecen al Señor que yo no pueda hablar (eso se creen). Imagino que se imaginan: cuánta cháchara de viejo nos estamos ahorrando. Y sin embargo, bien que se lo pierden. Porque sé que podría narrarles cosas interesantes, recuerdos que son historia. Qué saben ellos de las dos guerras mundiales, de los primeros Ford a bigote, de los olímpicos de Colombes, de la muerte de Batlle y Ordóñez, de la despedida a Rodó cuando se fue a Italia, de los festejos cuando el Centenario. Como esto lo converso sólo conmigo, no tengo por qué respetar el orden cronológico, menos mal. Qué saben, ¿eh? Sólo una noticia, o una nota al pie de página, o una mención en la perorata de un político. Nada más. Pero el ambiente, la gente en las calles, la tristeza o el regocijo en los rostros, el sol o la lluvia sobre las multitudes, el techo de paraguas en la Plaza Cagancha cuando Uruguay le ganó tres a dos a Italia en las semifinales de Amsterdam y el relato del partido no venía como ahora por satélite sino por telegramas (Carga uruguaya; Italia cede córner; los italianos presionan sobre la valla defendida por Mazali; Scarone tira desviado, etc.). Nada saben y se lo pierden. Cuando mi hija viene y me dice qué tal abuelo, yo debería decirle te acordarás de cuando venías a llorar en mis rodillas porque el hijo del vecino te había dicho che negrita y vos creías que era un insulto ya que te sabías blanca, y yo te explicaba que el hijo del vecino te decía eso sólo porque tenías el pelo oscuro, pero que además, de haber sido negrita, eso no habría significado nada vergonzoso porque los negros, salvo en su piel, son iguales a nosotros y pueden ser tan buenos o tan malos como los blanquísimos. Y vos dejabas de llorar en mis rodillas (los pantalones quedaban mojados, pero yo te decía no te preocupes mijita las lágrimas no manchan) y salías de nuevo a jugar con los otros niños y al hijo del vecino lo sumías en un desconcierto vitalicio cuando le decías, con todo el desprecio de tus siete años: che blanquito. Podría recordarte eso, pero para qué. Tal vez dirías, ay abuelo con qué pavadas me venís ahora. A lo mejor no lo decías, pero no quiero arriesgarme a ese bochorno. No son pavadas, Teresita (te llamás como tu madre, se ve que la imaginación no nos sobraba), yo te enseñé algunas cosas y tu madre también. Pero por qué cuando hablás de ella decís, entonces vivía mamá, y a mí en cambio me preguntás qué tal abuelo. A lo mejor, si me hubiera muerto antes que ella, hoy dirías, cuando vivía papá. La cosa es que, para bien o para mal, papá vive, no habla pero piensa, no habla pero siente.
      El único que con todo derecho me dice abuelo es, por supuesto, mi nieto, que se llama Octavio como yo (al parecer, tampoco a mi hija y a mi yerno les sobraba la imaginación). Ahí está la clave. Cuando le digo Octavio. Le digo. Porque con mi nieto es con el único ser humano con el que hablo, además de conmigo mismo, claro. Esto empezó hace un año, cuando Octavio tenía siete. Una vez yo estaba con los ojos cerrados y, creyéndome solo, dije en voz no muy alta pero audible, carajo, me duele el riñón. Pero no estaba solo. Sin que yo lo advirtiera había entrado mi nieto. Pero abuelo, estás hablando, dijo con un asombro alegre que me conmovió. Le pregunté si había alguien en la casa y como dijo que no, que no había nadie, le propuse un convenio. Por un lado él mantenía el secreto de que yo podía hablar, y por otro, yo le contaría cuentos que nadie sabía. Está bien, dijo, pero tenemos que sellarlo con sangre. Salió y volvió casi enseguida con una hoja de afeitar, un frasco de alcohol y un paquete de algodón. Se las arregla muy bien y además conoce esos trámites desde que le dieron toda una serie de inyecciones con una vacuna contra la alergia. Con toda tranquilidad me hizo un tajito minúsculo y él se hizo otro, ambos en las muñecas, suficientes como para que salieran unas gotas de sangre, luego juntamos nuestras heridas mínimas y nos abrazamos. Octavio humedeció el algodón con un poco de alcohol, lo apoyó en ambas señales secretas hasta que no salió más sangre y salió corriendo a dejar todo su instrumental en el botiquín. Desde entonces, y siempre que quedamos solos en la casa, algo que ocurre con frecuencia, él viene a que, en cumplimiento del pacto, le cuente cuentos desconocidos, inéditos. Cuando salen mi hija y mi yerno, le dicen a ver si cuidás al abuelo, y él responde que sí, con un gestito de fastidio para disimular, pero enseguida me hace un guiño cómplice, y no bien se escucha el portazo que garantiza nuestra intimidad, trae una silla, la coloca junto a mi mecedora o a mi cama y se queda a la espera de mis cuentos, que, como exigencia irrenunciable de nuestro pacto de sangre, deben ser totalmente nuevos. Y ahí viene mi problema, porque buena parte del día me la paso con los ojos cerrados, como si durmiera, pero en realidad pergeñando el próximo cuento y cuidando hasta los mínimos detalles, ya que si en un cuento anterior el zorro se había lastimado una pata en una trampa y ahora anda corriendo en busca de gallinas, Octavio de inmediato me hace notar que aún no tuvo tiempo de curarse y entonces debo improvisar una fe de erratas oral y donde dije corre debe decir renquea. Y si el viejo brujo de la montaña se había quedado calvo por el esfuerzo de azotar diariamente a los gnomos del bosque y en un cuento posterior se peinaba mirándose en la laguna, Octavio enseguida observa, pero cómo ¿no era calvo? Y ahí puedo salir un poco mejor del atolladero, ya que el brujo, por el mero hecho de ser brujo, puede, mediante un ensalmo, recuperar el pelo. Y el nieto pregunta si se da el caso de que él quede pelado, también podrá recuperar el pelo. Vos no, lo desengaño, porque no sos ni serás brujo. Y él dice que lástima y tiene un poco de razón, porque si yo hubiera sido brujo también me habría hecho crecer el pelo que perdí sin remedio antes de los cincuenta. No soy yo el único que narra, también él me cuenta lo que ocurre en el colegio, en la calle, en la televisión, en el estadio. Es hincha de Danubio y se asombra de que yo sea de Wanderers. Trato de hacer proselitismo, pero evidentemente no hay nadie capaz de convertirlo en tránsfuga. Entonces le cuento viejos partidos o jugadas célebres, como cuando Piendibeni le hizo el célebre gol al divino Zamora, o cuando el manco Castro usaba con alevosía su muñón en el área penal, o cuando el flaco García mantuvo invicta su valla (claro que los backs eran nada menos que Nazassi y Domingos da Guía) durante una rueda y media, o cuando Ghiggia hizo el gol de la victoria en el Maracaná, o cuando o cuando o cuando, y él me escucha como a un oráculo y yo pienso qué suerte que todavía puedo hablar para crear este asombro suyo y este placer mío.
      La verdad es que no recuerdo cómo eran mis hijos cuando tenían la edad que hoy tiene Octavio. El mayor murió. ¿Cuánto hace que murió Simón? Fue después de lo de Teresa. Al fin y al cabo, ¿qué importa la fecha? Murió y se acabó. No tuvo hijos, creo, ¿o los habré olvidado? Nunca estoy seguro de mis lagunas, que a veces son océanos. El segundo, Braulio, sí los tuvo, pero todos están en Denver, ¿qué habrá ido a hacer allí? La verdad es que no recuerdo. A veces manda fotos, tomadas con su encantadora Polaroid, o alguna postal, con un abrazo para el Viejo. Soy yo. Él no me dice abuelo, me dice Viejo. Me cago en la diferencia. Reconozco que una vez me mandó una radio a transistores. Todavía la tengo y a veces la oigo. Pero a menudo se queda sin pilas y tendría que pedirlas. Pero no pido nada. Nunca pido nada. Reconozco que soy un orgulloso de mierda, pero a esta altura no voy a reeducarme, ¿no es cierto? Total, el que me jodo soy yo, porque si la radio tuviera siempre pilas, podría escuchar alguno que otro partido, no muchos porque los locutores en general me cansan con su entusiasmo fingido y sus fallas de sintaxis. También podría escuchar el Sodre cuando pasan música clásica, que es la única que digiero. La alegría que tuve aquella tarde en que pude escuchar el Septimino. Lo tenía en disco, hace tiempo, vaya a saber dónde está. Quizá lo de las pilas podría solucionarse, sin mengua de mi podrido orgullo, diciéndoselo a mi nieto, para que éste, en cumplimiento de nuestro pacto de sangre y guardando siempre nuestro secreto, le dijera a mi hija, mirá la radio del abuelo está sin pilas y entonces lo mandaran a la ferretería de la esquina para que me las trajera. Con eso alcanza. Yo las sé colocar, aunque a veces las pongo al revés y la radio no funciona. En alguna ocasión me ha llevado un buen cuarto de hora hallar la posición adecuada para las cuatro de 1,5 voltios, pero igual me sirve para entretenerme un poco. ¿Qué más puedo hacer? Leer, ya no puedo. Televisión, tampoco. Pero escuchar la radio o cambiarle las pilas, sí. Mi tercer hijo se llama Diego y está en Europa, enseña en Zurich, me parece, sabe alemán y todo. Tiene dos hijas que también saben alemán, pero en cambio no saben español. Qué cagada, ¿verdad? Diego es menos escribidor que Braulio, y eso que su especialidad es la literatura, pero, naturalmente, la literatura suiza. Para las navidades manda también su tarjeta, en la que las niñas ponen sus saludos pero en alemán. Yo no sé alemán, apenas un poco de inglés para defenderme en correspondencia comercial, de la que yo mismo me encargaba cuando era gerente de La Mercantil del Sur, Importaciones y Exportaciones. Digamos, frasecitas como I acknowledge receipt of your kind letter, o Very truly yours, lo suficiente para que los de allá puedan contestar Dear sirs, o Gentlemen. También ese hijo menor a veces me manda algún regalito, verbigracia un llavero suizo de oro 18 quilates. En esa ocasión sonreí, como diciendo qué lindo, pero en realidad pensando qué boludo, para qué quiero yo un llavero de oro 18, si estoy aquí semipostrado.
      De modo que mis contactos con el mundo se reducen a mi hija, cuando entra y me dice qué tal abuelo, a mi yerno cuando ídem, de vez en cuando al médico, al enfermero cuando viene a lavar mis pelotas ya jubiladas, y también el resto de este cuerpo del delito. Bueno, y sobre todo, está mi nieto, que creo es lo único que me mantiene vivo. Es decir, me mantenía. Porque ayer por la mañana vino y me besó y me dijo abuelo me voy por quince días a Denver con el tío Braulio, ya que saqué buenas notas y me gané estas vacaciones. Yo no podía hablar (y no sé si hubiera podido, porque tenía un nudo en la garganta) ya que también estaban en la habitación mi hija y mi yerno y ni yo ni mi nieto íbamos a violar nuestro pacto de sangre. Así que le devolví el beso, le apreté la mano, puse un instante mi muñeca junto a la suya como testimonio de lo que ambos sabíamos, y sé que él entendió perfectamente cuánto lo iba a extrañar ya que no iba a tener a quién contarle cuentos inéditos. Y se fueron. Pero tres o cuatro horas más tarde volvió a entrar Aldo, sólo Aldo, y me dijo, mire abuelo que Octavio no se fue por quince días sino por un año y tal vez más, queremos que se eduque en los Estados Unidos, así aprende desde niño el idioma y tendrá una formación que va a servirle de mucho. Él no se lo dijo porque tampoco lo sabía. No queríamos que empezara a llorar, porque él lo quiere mucho, abuelo, siempre me lo dice, y yo sé que usted también lo quiere, ¿no es así? Se lo vamos a decir por carta, aunque mi cuñado lo va a ir preparando. Ah, y otra cosa. Cuando ya se había despedido de nosotros, volvió atrás y me dijo, dale un beso al abuelo y que sepa que estoy cumpliendo nuestro pacto. Y salió corriendo. ¿Qué pacto es ése, abuelo? Cerré los ojos por pudor, aunque como siempre lagrimeo, nadie sabe nunca cuándo son lágrimas de veras, e hice un gesto con la mano como diciendo: cosas de niños. Él se quedó tranquilo y me abandonó, me dejó a solas con mi abandono, porque ahora sí que no tengo a nadie, y tampoco a nadie con quien hablar. Me tomó de sorpresa todo esto. Pero quizá sea lo mejor. Porque ahora sí tengo ganas de morir. Como corresponde a un despojo de ochenta y cuatro años. A mi edad no es bueno tener ganas de vivir, porque la muerte viene de todos modos y a uno lo toma de sorpresa. A mí no.
      Ahora tengo ganas de irme, llevándome todo ese mundo que tengo en mi cabeza y los diez o doce cuentos que ya tenía preparados para Octavio, mi nieto. No voy a suicidarme (¿con qué?), pero no hay nada más seguro que querer morir. Eso siempre lo supe. Uno muere cuando realmente quiere morir. Será mañana o pasado. No mucho más. Nadie lo sabrá. Ni el médico (¿acaso se dio cuenta alguna vez de que yo podía hablar?) ni el enfermero ni Teresita ni Aldo. Sólo se darán cuenta cuando falten cinco minutos. A lo mejor Teresita dice entonces papá, pero ya será tarde. Y yo en cambio no diré ni chau, apenas adiosito con la última mirada. No diré ni chau, para que alguna vez se entere Octavio, mi nieto, de que ni siquiera en ese instante peliagudo violé nuestro pacto de sangre. Y me iré con mis cuentos a otra parte. O a ninguna.