Milagro
Por Manuel Vicent
El País, Madrid, agosto de 2001
En la puerta de la heladera y
también en el espejo del lavabo he escrito una oración con los colores ingenuos
de Joan Miró, rojo, azul, amarillo. Siempre que entro en la cocina o en el
cuarto de baño estoy obligado a leerla. La oración dice: cada día es un
milagro. Aunque tengo la costumbre de afeitarme con la luz apagada, no
obstante, vislumbro esa inscripción en el fondo de la oscuridad junto a la
sombra de mi rostro. Ese aviso guarda también los quesos, frutas, mermeladas,
pescados y otros alimentos. Antes de acceder a ellos debo deletrear mentalmente
esa máxima como si fuera la clave que abre la caja del tesoro. Hace tiempo que
considero que la historia universal sólo consiste en lo que sucede cada hora a
doscientos metros a mi alrededor. Me afeito a oscuras porque sé que fuera están
bombardeando constantemente, si bien no se derrumban las casas ni hay muertos
bajo los escombros. Las ruinas sólo se producen en mi propio rostro, por eso
apago la luz aunque no suenen las sirenas. Gracias a la oscuridad de momento
logro salvar la cara. Es el primer milagro del día. Después de afeitarme salgo
del cuarto de baño y al instante comienza la historia universal. Mientras me
dirijo a la heladera oigo al chatarrero. Miro por la ventana su carromato lleno
de trastos y me llevo una gran alegría al comprobar que no estoy entre ellos y
ése es el segundo milagro. Abro la heladera: hay mucha mantequilla. Suena el
teléfono: me llama un amigo. Salgo a la calle: hace sol, dos adolescentes se
besan y yo encuentro un taxi enseguida. Leo el periódico: ha habido un
accidente multitudinario y uno de los muertos no soy yo todavía. Oigo en el
telediario lo que dicen unos políticos: es un milagro que yo no haya votado a esos
idiotas. Asisto por la tarde a la presentación de un libro: me consuelo
pensando que no soy yo el que ha escrito esa basura. Pude haberme visto el
rostro en el espejo cuando me afeitaba, haber viajado en el carromato del
chatarrero, no tener mantequilla en la heladera y en cambio haber escrito ese
libro detestable. Cada día es un milagro.
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