martes, 11 de mayo de 2021

La casa de la 50


Viéndola así, remozada, recién pintada y de un hermoso color “colonial” dice Mariana, es casi imposible compararla con aquella casita del verano del 68 cuando fueron todos por primera vez.

Habrían arreglado el alquiler para el mes de enero por teléfono, ¿habrán visto el aviso del alquiler en los clasificados de algún diario? En una época en que no había internet, se deben haber encontrado con el dueño, les mostró fotos de la casa. No era grande, sólo dos dormitorios, pero se podía acomodar una camita con otra abajo en el living y algún catrecito también, dijo.

Allá alquilaban, en el verano era así, aparecían muchos negocios que ofrecían camas, cunas, hasta mesas y sillas.

“Es todo nuevo” repetía el dueño, todo a estrenar…la terminé hace poquito, mi casa está a la vuelta.

Está un poquito lejos de la playa, pero es mejor, más tranquilo.

Es donde vive la gente del pueblo, “gente de trabajo pero de confianza”, debe haber dicho el Sr Bosco, propietario de la casa en cuestión, parafraseando una publicidad de aquel entonces.

El que construyó la casita vive en la 25, la señora tiene una pequeña despensa…igual hay un supermercado grande, muchos negocios en el centro.

Fueron en el Fiat 1500, difícil entender desde el hoy cómo hacían, cómo viajaban.

Porque era hasta Miramar, no era muy lejos, un poquito después de Mar del Plata.

Pero, manejaba el papá, la mamá al lado con Mariana que era la más chiquita, y atrás la abuela, la bisabuela, y las dos hijas mayores Paula y Cristina. Cinturones de seguridad en esa época no existían, ni siquiera para el conductor o quizás sí, porque antes de tener ese auto habían tenido un Fiat 600 y una vez al papá lo chocó un colectivo cuando vivían en Ituzaingó, y él decía que había zafado de quedar atrapado dentro del auto gracias a no tener un cinturón de seguridad.

El viaje desde Flores había de sufrir varias vueltas atrás, siempre alguien recordaba que se estaba olvidando algo fundamental y esencial para el mes lejos de la casa. Los dientes de la abuela, el estuche de lentes de la hija mayor, y el papá retomaba y se volvía a buscar lo que faltaba.

Era inevitable detenerse en el Atalaya, la confitería sobre la ruta a escasos 100 km de Buenos Aires, café con leche y medialunas para todos.

Varias paradas en la ruta 2 hasta finalmente llegar a Miramar y darse cuenta de qué manera estaban numeradas las calles, recorrer por su avenida principal y ancha –“la 23”- desde la costanera hasta la 50 que era donde quedaba la casita, ya al llegar a la 40 las calles eran de tierra, caramba.

Y la 50 desde ya también de tierra, ¿el propietario había dicho que fuera así? No me acuerdo decía la mamá, creo que no lo mencionó, no se nos ocurrió preguntar. Buscando llegan a una casita con un porche y dos ventanas a la calle, horrible la casita…ni siquiera estaba revocada…espantosa. Parar ahí y que el papá buscara al dueño a la vuelta donde dijo que vivía…y vino, abrió la puerta, adentro estaba efectivamente todo lindo, los pisos de un color extraño, pero bueno, no importaba. En el living en una de las paredes un friso de una mujer aparentemente griega con un cántaro en su mano…y el señor diciendo ahí abajo se puede poner una camita, y la bisabuela “yo no quiero dormir ahí, mirá si se me cae la estatua encima”.

El señor se fue, les dejó las llaves y todos opinaban acerca de lo fea que era la casita, y que ¿qué vamos a hacer?, ¿vamos a alquilar otra cosa? Ya no se puede, no nos va a devolver la plata que le pagamos…pero es que es tan fea.

Los muebles eran nuevos y había cantidad de vasos, platos y cubiertos.

En las habitaciones las camitas eran nuevas, con colchones nuevos y sábanas y frazadas.

Se quedaron ese enero y volvieron al año siguiente. Y al otro también.  Después de unos años los padres compraron la casita, se plantaron árboles frutales, flores, un gomero, una hortensia. Cerraron el fondo. Agrandaron la casita hacia donde estaba la entrada de autos. Pusieron postigones, compraron una nueva puerta para el frente. Peso sobre peso.

En el 77 fueron con los tíos César y Celestina que llevaban una plantita de palta germinada en una latita, y la plantaron al lado del limonero y también plantaron un “pinito”. A fines de ese año se casó la hija mayor y la “luna de miel” fue en Miramar. Y la recomendación del papá fue “rieguen el pinito”.

En el 81 se murió el papá y en el 87 Mariana –la hermana menor- se fue a vivir allá. Y hubo paredes pintadas de lindos colores, y cambios en la iluminación, en las cortinas, en esa ventana extraña que dividía la cocina del comedor y que se transformó en un bello desayunador.

Un techito por si llueve atrás sobre un patio de lajas. Después apareció la casita para Paula con un caminito que llevaba hasta ella.

Falleció la mamá, ya pasaron 9 años, y la casita sigue creciendo.

El “pinito” del papá es enorme al igual que “el palto” de los tíos que puntualmente regala muchísimas paltas año tras año.

La calle 50 y las otras del barrio se asfaltaron hace ya mucho tiempo, vinieron el agua potable y el gas, este verano una nueva pintura le cambió la cara y por suerte, aunque ya no esté a la vuelta quien fuera su dueño, los buenos vecinos siguen estando en el barrio.

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