Por: Sergio Alvez y Sebastián Korol
Compré la revista Sudestada de marzo del 2012, probablemente en julio del 2012, en la librería de las Madres. Distintos motivos hicieron que no la leyera en su oportunidad y me reencontrara con ese número de la revista ahora.
Descubrí -aunque algo conocía- el horror de "las Oesterheld", y también me produjo bronca e impotencia este otro artículo cuyo extracto copio y pego.
Le decía a mi hija Panda, que no puedo creer que en 2014, y antes en el 2012 ocurrieran y ocurren cosas semejantes.
El trabajo esclavo de la gente tarefera es tan terrible y tan horrorosas sus condiciones de vida, produce un estado de rebeldía y bronca como pocos.
Y la yerba aumenta y aumenta de precio, y eso no corre paralelo a la paga de los y las tareferas.
Patético
Trabajan cortando la yerba mate en los campos de
Misiones. Sufren junto a sus hijos en la precariedad de campamentos
infrahumanos, en una provincia que tiene esclavos en sus yerbales y una
ministra de Trabajo que cree que “hay disposiciones del Ministerio de
Trabajo de la Nación que son impracticables”. Desprotegidas y de cara a
otro año de mesas vacías, cortaron la ruta en Oberá y llegaron a
Posadas, donde acamparon durante unos días frente a la Casa de Gobierno
de Misiones para exigir dignidad.
Uno. “Son las seis de la tarde y en Oberá
tenemos 32 grados de temperatura” se escucha en la radio de la casa de
Doña Chela. El camión llega al barrio San Miguel, y enseguida empiezan a
subir los tareferos. Primero las mujeres con los niños, después los
hombres con las carpas, los colchones y las herramientas. El grito del
cuadrillero para apurar a la gente se mezcla con el llanterío de la
gurizada. Un rato más tarde, ya todos están acomodados en el acoplado.
El camión empieza a moverse. Las manos de los que se quedan en el barrio
se agitan, saludando, bendiciendo, deseando suerte, que es algo que
necesitarán y mucho quienes parten hacia la tarefa. Doña Chela apaga la
radio y, en el silencio del patio de tierra, le reza a su virgencita
para que los que se van no sufran tanto esta vez.
Llegan al yerbal y ya es de noche; la linterna del
capataz no alcanza para iluminar a todos y ahora las criaturas lloran
con más fuerza que cuando salieron: están asustadas. Sus madres intentan
calmar tanta lágrima y temor.
De inmediato, los hombres van buscando dónde armar el
campamento. Es una tarea complicada porque no se ve nada. Hay que ir
tanteando el capuerón2 y decidirse por donde los yuyos están más bajos.
Ahí se machetea un poco en la oscuridad y después se arman las carpas de
nylon negro, que durante los próximos quince días serán el único techo
posible.
Mientras, las mujeres se organizan para ir a buscar
agua: el capataz dice que hay una vertiente a medio kilómetro. Por
suerte algunas trajeron baldes. Las que no van se encargan de armar la
fogata y otras empiezan a mezclar harina con aceite y agua para preparar
el reviro3 que comerán más tarde grandes y chicos.
De madrugada, el inmenso silencio del yerbal a oscuras
sólo será interrumpido por el alarido de miedo de una madre que
descubrió una yarará4 que entraba a su carpa, o el llanto de un bebé
hambriento. Cuando el sol comienza a asomar, todos ya están levantados;
es hora de ir a tarefear.
Dos. Lunes 5 de diciembre.
Los tran¬seúntes habituales de la Plaza 9 de Julio de Posadas se
detienen a mirarlas. Algunos turistas se acercan a hacerles fotos y los
policías de Casa de Gobierno las rodean sin abrir la boca, en plan
intimidatorio. Ellas siguen haciendo lo suyo; para eso han venido desde
Oberá. Arman las carpas y colocan las pancartas que resumen lo que
tienen para decirles a los gobernantes de Misiones que, fresquitos desde
sus oficinas con aire acondicionado, corren la cortina apenitas para
mirar. No es extraño, entonces, que aparezca enseguida un inspector
municipal para labrarles un acta de infracción “por colocar pasacalles
de protesta entre los árboles, instalar elementos como ollas, cocina a
gas, en un lugar donde está prohibido”. Un muchacho observa la escena
del agente municipal que labra el acta a las mujeres que acaban de
llegar. “Hay que ser un reverendo hijo de puta para hacerles esto” dice,
solidarizándose con las tareferas. Y razón no le falta.
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº 106 - marzo 2012)