Hace rato ya, que estoy viendo unos videos de youtube armados muy sabiamente por un tal Nestor Montalbano -a quien no conozco- fue mi hija menor quien me recomendó que lo haga, y así lo hice, y pasaron los videos año tras año, década tras década.
Estaba hace un rato recordando mientras veía el 74, Perón, la plaza llena, los montoneros que se van, y me acordé que recientemente escuché a alguien en la radio recordando esa vieja consigna que solían cantar en las movilizaciones "No somos putos, no somos faloperos, somos soldados de FAR y Montoneros".
Era el signo de una época, quien hablaba en el programa Reunión cumbre de Carlos Ulanovsky era Ernesto Larrese quien escribió a medias con su marido el libro "Rechazo a primera vista"el año pasado.
Relató un hecho muy particular en su época de militancia que no llegó a entrar en el libro, y era que justamente como en aquella época tenía amigos de FAR y Montoneros, un día estaba participando de una marcha y todos cantando la consigna cuando de repente tomó conciencia de lo que estaba cantando, y se dijo "Yo soy puto, soy falopero, qué estoy haciendo acá, estoy marchando con el enemiogo", y se fue de la movilización con una excusa.
A raíz de todo esto encontré una nota del 2009 en el suplemento Soy de Página 12, escrita maravillosamente por Alejandro Modarelli.
Mucha agua ha pasado bajo el puente desde el 74 a la fecha, tenemos matrimonio igualitario, no tenemos edictos policiales, pero siguen existiendo travesticidios y discriminación.
Voy a copiar y pegar la nota de Modarelli y hay que seguir luchando por la inclusión y la no discriminación.
ES MI MUNDO
Víctimas sin nombre
Despreciado por la izquierda en la que de todos modos se inscribía, el Frente de Liberación Homosexual tuvo una vida breve que se extinguió poco antes del comienzo de la última dictadura, cuando el terror empezaba a diseñar su método con sangre y ausencia. “Vivir y amar en una patria liberada” era la revulsiva consigna que enarbolaron, aun cuando para los disidentes sexuales la persecución y la tortura no pedían pruebas de fervor militante. Ser o parecer era suficiente para que la saña moralista cobrara sus víctimas, víctimas que todavía hoy no son reconocidas, ni inscriptas por el Estado.
Por Alejandro Modarelli
”Hay cadáveres”, escribió Néstor Perlongher en uno de sus viajes en micro entre Buenos Aires y San Pablo, ciudad en donde más tarde se quedó a vivir. Y con esa certeza de devastación comenzó a trazar, en 1981, uno de los más respetados poemas de la literatura argentina de las décadas finales del siglo XX, donde buscó hacer inteligible, para sí, para los otros, las condiciones de posibilidad de la última dictadura.
Imposible esquivar aquellos cadáveres en el pantano donde creció la tragedia argentina. Ni tampoco la figura del poeta —sociólogo y antropólogo también— que los alumbró con su pluma, seguramente el más conocido de los agitadores del Frente de Liberación Homosexual (FLH). El grupo, formado por un grupo de disidentes sexuales de extracción gremial e intelectual, había nacido un año antes de que comenzara la década del ‘70 y fue disuelto poco antes del golpe de Estado de 1976, cuando ya en las admoniciones, balas y amenazas de la derecha peronista —aquel Osinde, aquel López Rega— se iba fabricando el futuro perfil del desaparecido, dentro del cual podía cuajar el activista homosexual, por su loco afán de subvertir las normas represivas.
La consigna era “Amar y vivir libremente en un país liberado”. En esos tiempos, en América latina, era impensable separar la “liberación homosexual” del camino revolucionario.
Pero la revolución en Cuba y, por tanto, en la Argentina —ya lo había advertido Fidel— no necesitaba peluqueros. Y los esfuerzos del Frente de Liberación por sumarse a la izquierda revolucionaria se parecían en mucho a la seducción de la dama en el amor cortés; el objeto amado, por más prenda de amor que las locas pusiéramos a sus pies, seguía siendo inaccesible. “No somos putos, no somos faloperos, somos soldados de FAR y Montoneros”, respondía el peronismo combativo cuando la cercanía de los maricones se convertía en amenaza de ablandamiento. Así de peligrosa parece ser la seda en el cuerpo del soldado. ¿Qué promesa de paraíso les quedaba entonces al FLH? Hace unos días, Antonio Cafiero, cuando se le preguntó sobre la agrupación Putos Peronistas (que no tenía idea de que existía), reconoció que a los homosexuales, en aquella época, no los querían ni en el Partido Justicialista ni en la amistad. Héctor Anabitarte, testimoniante en Fiestas, baños y exilios. Los gays porteños en la última dictadura, me contó que junto con otros activistas del FLH fueron a conversar con asesores de Cámpora, muy solidarios ellos, que le aseguraron que cuando tomasen el poder, los homosexuales tendrían la posibilidad de curarse en campos de rehabilitación.
Al amor frustrado del activismo gay por los revolucionarios le siguió marzo del ‘76. Unos meses antes, desde la revista El Caudillo, López Rega llamaba al exterminio de los homosexuales, y asociaba la reciente visibilidad contestataria de “esos pervertidos” a un delirante complot del marxismo internacional. El artículo se llamaba “Hay que acabar con los homosexuales” (un título que se prestó a tantas bromas), y ahí aparece la caricatura de un barbudo travestido diciendo: “Ahora trabajamos para los montoneros”. Enseguida, el FLH pasó a la clandestinidad. El aviso había llegado a destino; los apellidos de los activistas se trastrocaron en nomes-de-guérre y, en boca de Perlongher, la clave para darse cita en el barrio de Flores pasó a ser un comentario literario sobre Las Flores del Mal. La dictadura, después, no fue mucho más original que la Triple A en sus propuestas, y le tocó a un jefe policial dar la orden de “espantar a los homosexuales de las calles”, junto a cualquier otro grupo que complicase la imagen de saludable argentinidad, justo cuando se organizaba el Mundial de Fútbol.
Pero la vida fluye entre las heces, y en la misma carroña se gesta a menudo una hermosa obra de resistencia. ¿Cómo amar y vivir libremente en un país que no sería jamás liberado? La libertad, se sabe, alcanza su punto heroico de expresión en la negación monstruosa de su principio. Y entonces hasta los baños públicos de estación —las teteras— pueden tomarse por trincheras del grito sagrado. Incluso ahí, entre las moscas, Eros convierte la soledad y el sufrimiento de una loca bajo la represión de una dictadura en la posibilidad de un buen polvo y de una bella amistad o un largo romance. Los andenes del ferrocarril se transformaron en lugares de sociabilidad, en una ciudad donde se había extinguido cualquier otro espacio público de encuentro y las fiestas privadas conocidas como parties se organizaban a hurtadillas. O con la complicidad de vecinos más liberales, como en Tigre. Vaya a saberse en qué momento caería la policía en la casa emperifollada, y habría que emprender un viaje en patrullero subida a los tacos de mamá o, como en el caso de un señor Bunge —hasta la aristocracia a veces debía dar explicaciones—, con una frutillita de plush sobre la zona picante del slip.
Como el subsuelo de las instituciones masculinas cerradas parece encontrar siempre alguna inspiración en los films de Visconti, o en las orgías de las SS del señor Hitler, circularon testimonios sobre encamadas de militares en la mismísima comisaría de la Casa Rosada. O relatos sobre una cofradía de policías, tal como lo menciona el periodista Sergio Núñez en su artículo “La represión sexual en el Proceso”, que fueron pescados in fraganti en una casona en las afueras de Buenos Aires, amándose colectivamente a la manera de Tiberio, y por eso separados de inmediato de sus cuadros.
Quién sabe, esos uniformados aficionados a la decadencia romana pertenecían quizás a la Brigada de Moralidad, y por tanto se dedicarían con fruición perversa a aplicar el inciso 2º H, por escándalo en la vía pública. Porque, tantas veces ocultos en el deber de vigilar y castigar, los muchachos de moralidad solían dar rienda suelta al placer al que buscaban dar caza, y si no chantajeaban a su presa, se entretenían en mamadas.
A pesar de que las comisarías fueron una especie de contra-living de las locas errantes, interceptadas a diario en la calle, donde se humillaba sobre todo a las que llevaban la marca exclusiva de su pasividad en el pantalón ajustado o en los bucles oxigenados, no hubo en el informe Nunca Más datos de desapariciones, o de torturas, a causa de la orientación sexual. Pero, según contó Carlos Jáuregui, el rabino Marshall Meyer —miembro de la Conadep— le había asegurado que, si bien no habría sido el motivo principal de su desaparición o castigo, la homosexualidad de la víctima era razón suficiente para mayores sañas. Además se habrían hallado listas de detenidos donde al costado de algunos nombres se señalaba si pertenecían a un “puto” o a un “judío”. Una travesti, no hace mucho, denunció haber pasado por el Pozo de Banfield, con las consecuencias que no son difíciles de imaginar. En 1982, un comando homofóbico de nombre marcial se adjudicó la muerte de decenas de gays en Buenos Aires. ¿No será hora de que se reclame al Estado el reconocimiento de las víctimas Glttbi, así como, a instancias de la DAIA, lo hizo con relación a las víctimas judías?
Perlongher, como muchos otros gays, lesbianas y trans bajo la última dictadura, si no con un revólver sobre la frente, se fue harto del caldo del autoritarismo y la homofobia. Un chonguito, pareciera que soplón de la policía, le armó una emboscada y la loca de Avellaneda pasó dos años en Devoto, y su culo desnudo, “descubierto en una fiesta negra”, ilustró una revista amarillista, creo que Así.
Muchos gays creyeron que con el advenimiento de la democracia, en 1983, comenzaba el asalto al Palacio de Invierno de todas las represiones argentinas. Que el mismo Alfonsín se convertiría en ángel de la Historia. Pero el nuevo ministro del Interior mantuvo en pie el ala homófoba del Palacio, y junto con discotecas gays y lésbicas, ahora fácilmente reconocibles en la cartografía urbana, ay, llegaron las primeras razzias policiales en democracia. De algún modo (al modo en que Néstor Perlongher escribió en “Cadáveres”), en esa Argentina post-dictadura, demasiados perseguidos u olvidados seguían con el agua hasta el cuello.