Escribió esto en el 2004, y lejos de ir desapareciendo con el tiempo, los medios de comunicación en nuestro país y en otros de la región siguen construyéndolo, él lo explica -a mi juicio- maravillosamente.
No piense. No experimente sensaciones. No pregunte. No responda. No
discuta. No caiga en la tontería de la incertidumbre. No beba. No fume.
No juegue. No haga el amor. No crea en su hijo. Tampoco en su hermano.
No escuche. No opine. No vote pavadas. No pida, y, desde luego, menos
aún exija. No atienda el teléfono. No llame. No desee. No mire. No
interprete. No cometa el desliz imperdonable de apasionarse por una
idea. No exprese solidaridad. No crea en su amigo. Tampoco en sus
padres. No abrace. No distinga. No analice. No juzgue. No duerma
tranquilo. No confíe. Si oye ruidos raros en su casa, salte de la cama,
tome la escopeta y dispare en defensa propia. No abra la puerta. No
extienda la mano. No ayude. No colabore. No bese. No cante. No sonría.
Busque otra vereda cuando en la suya, a lo lejos, advierta un grupo de
gente extraña, oscura. No goce ni padezca la vida.
Cierre la boca y obedezca, simplemente obedezca, y escuche la radio y
lea los periódicos y, por sobre todas las cosas, no se aparte siquiera
un instante de la pantalla del televisor.
En momento alguno incurra en la irresponsabilidad de asomar la cabeza
por la ventana de su casa. Y escriba de prisa su testamento.
¿O es que todavía no ha caído en la cuenta de que nuestro cristiano y
occidental modo de vida está en peligro? Cualquier paso torcido puede
conducirnos a una tragedia impensada. El mundo se ha convertido en un
inabarcable terreno destinado a la caza, mayor y menor, y nosotros,
personas comunes y ordinarias, sumergidos en una ingenuidad sin límite,
somos la presa codiciada. Las rutas, calles y avenidas del mundo están
repletas de cazadores furtivos. De todo tipo y humor. Patotas de jóvenes
drogados y locos dispuestos a arrancarnos todo: ropa, dinero,
inocencia. Arabes rabiosos que sin contemplación alguna nos decapitarán.
Hordas de trabajadores desocupados y familias sin techo que no hacen
otra cosa que aguardar nuestro sueño para invadir nuestra casa y
llevárselo todo. Campesinos arropados de cordero que no tienen otro
propósito que hacerse de nuestras tierras. Niños que, navaja en mano,
aleccionados por sus padres, claro, nos esperan a la vuelta para
abrirnos el vientre.
En otras palabras, gente sucia, malvada y pecaminosa que no piensa más
que en cagarnos la vida.
De modo tal que todo está bien así como está. Quietud, silencio,
encierro, aislamiento, desdén. La existencia, condenada a mascullar
palabras anodinas entre cuatro paredes.
Alguien, alguna vez, llamó sometimiento a esta situación. Someterse.
Acomodarse a una realidad fraguada que anula nuestros deseos e incluso
ignora nuestras necesidades básicas, pero que por razones muy complejas,
acaso culturales y atávicas, aceptamos como orden natural,
preestablecido e inviolable. Someter: subordinar la voluntad o el juicio
propios a los de otra persona o grupo.
Inculcar y propagar el temor en una sociedad, es acaso el modo más sutil
y certero para mantener un estado de sometimiento que, en más de una
ocasión, se asemeja a la esclavitud. Porque uno, de pronto, apenas
piensa en escapar solo y a las corridas entre el maizal. Y no hay mejor
bocado para el poder político y económico que la soledad, el
individualismo, ponerse a responder solo y a las patadas. El temor,
cuando está fundado en un recelo generalizado, crea solidaridades
efímeras y echa por tierra la solidaridad franca y duradera. Todo es
desconfianza.
Bush apeló a la propagación del miedo entre los norteamericanos —tan
proclives a caer en el pánico, dicho sea de paso— para entregarse
alegremente a la matanza de miles de iraquíes con el único y excluyente
propósito de robar petróleo. Pero, ¿cómo logró el poder político de los
Estados Unidos llevar a ojos y oídos de la población esa paralizadora
sensación de terror? Los grandes medios de comunicación actuaron de
puente.
Los grandes medios de comunicación siempre actúan de puente entre el
poder y la sociedad, cuando no de voceros. Y la conducen según sus
antojos. La razón es sencilla. Son empresas, enormes en muchos casos,
que responden a una serie de intereses ideológicos y comerciales que
habitualmente poco tienen que ver con la búsqueda de una sociedad mejor.
Existe una clara afinidad, en oportunidades familiar y generalmente
ideológica, entre la clase social que dispone de los medios de
producción material y la que dispone de los medios de producción
intelectual. Una sociedad de hecho.
Dos jóvenes roban tres chorizos en una carnicería; a una señora le
arrancan la cartera; violan a una joven. Los diarios titulan: “Escalada
de violencia”. Y en cada esquina comienzan a hablar de la escalada de
violencia. “Así no se puede vivir”. “Queremos orden”. “Para eso pagamos
nuestros impuestos”. “Los meten presos por una puerta y los sacan por
otra”. Entonces, los grandes medios de comunicación resuelven auscultar
el ánimo de la gente. Una encuesta de tono inductivo: “¿Tiene miedo?”.
Por supuesto que lo tengo, si he visto al carnicero putear y a la señora
y a la madre de la joven llorar. Los medios difunden el resultado: “El
78 por ciento de la población tiene miedo”.
Los desocupados marchan por las calles exigiendo pan y trabajo. Los
diarios titulan: “El centro de la ciudad fue un caos”, y en la nota
editorial se preguntan: “¿Hasta cuando?”. La gente, entonces, absorbe y
dice por todas partes: “Queremos orden”. “La libertad de uno termina
donde comienza la del otro”. “Es inconcebible”. Los medios hacen la
encuesta: “¿Qué opina de las manifestaciones que entorpecen el
tránsito?”. El 75 por ciento las rechaza. A la mañana siguiente, los
medios informan: “La gente está harta de esta situación, lo dicen las
encuestas”.
Así las cosas, el miedo que los propios medios de comunicación crearon y
propagaron, cobra un irrefutable aire de legitimidad. Porque “es la
gente” la que está harta. Una realidad engañosa que cumple su cometido:
sumergir a la sociedad en la quietud, en la ausencia de participación,
en la desconfianza.
La noticia se ha convertido en mercancía, y el miedo es una etiqueta que
vende. Fascinados por la forma, por el amarillismo, los grandes medios
han hecho a un lado el fondo de la cuestión.
Ignacio Ramonet, director de Le Monde Diplomatique, escribió años atrás:
“Basta con que un hecho sea lanzado desde la televisión –a partir de
una noticia o imagen de agencia- y repetido por la prensa escrita y la
radio, para que el mismo sea acreditado como verdadero sin mayores
exigencias. Y como en la actualidad los medios funcionan entrelazados,
de forma que se repiten e imitan entre ellos, es frecuente la
confirmación por parte de un medio de la noticia que éste mismo lanzó a
partir de la reproducción de la misma en otro medio, que simplemente la
`levantó´ del primero (...) Los medios se autoestimulan de esta forma,
se sobreexcitan unos a otros, multiplican la emulación y se dejan
arrastrar en una especie de espiral vertiginosa, enervante, desde la
sobreinformación hasta la náusea. De esta forma, podemos recordar, se
construyeron las mentiras de la Guerra del Golfo. ¿Qué medios tiene el
ciudadano para averiguar si se falsea la realidad?”.
Esta semana, en una vieja edición de la revista dominical del diario El
País, de Madrid, leí un excelente artículo de Javier Cercas titulado
“Fuera es feo”. Refiere Cercas el curioso mandamiento que gobierna al
matrimonio conformado por el director de cine Arturo Ripstein y la
guionista Paz Alicia Garciadiego: en su hogar no admiten la presencia de
la televisión, tampoco radio, y mucho menos espacio para diarios o
revistas. Una manera práctica de protegerse de las toneladas de basura y
calamidades que, en apenas minutos, es capaz de arrojar sobre nuestra
cabeza un programa de tv en apariencia inofensivo o un editorial de La
Nación, por ejemplo.
Me atrevo a discrepar con el matrimonio Ripstein-Garciadiego. Fuera es
más lindo, y tampoco es necesario hacer gala de una inquebrantable
valentía para salir, caminar, saludar, abrazar, mirar, escuchar,
socializar, solidarizarse, beber, amar, decir, creer, compartir y, por
sobre todas las cosas, cambiar: reunirse con el desfachatado objetivo de
cambiar este lastimoso estado de las cosas donde priman el miedo y la
indiferencia. Suficiente sería comprender la sensata máxima del
subcomandante Marcos: “Un valiente es un cobarde que corre hacia
adelante”.
viernes, 21 de agosto de 2015
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