sábado, 27 de agosto de 2016

Tres en el tren

 
Las tres hermanas ahí en el asiento de un tren, sin duda el Sarmiento y seguramente yendo a Ituzaingó, a la casa de la abuela.

La foto es en blanco y negro pero el asiento era verde, todos los asientos del Sarmiento eran verdes.

La mayor con sus anteojos y seria, mirando hacia abajo, una vincha blanca en el pelo.
La más pequeña en el medio señalando probablemente la cámara, su cabeza llena de rulos y sonriendo.
Y la del medio del lado del pasillo, también sonriendo y con vincha.
Las tres con un vestidito de similares características y con la misma tela, veraniego, mangas cortas, blanco y celeste hecho por la mamá.

Esos viajes desde Flores a Ituzaingó eran parte de la rutina, debe haber corrido el año 63, la más pequeña tendría dos años y la mayor haciendo el cálculo correspondiente diez, sólo diez años.
Era muy lindo ir a la casa de la abuela los domingos, tenía patio con plantas y árboles frutales, un limonero y un mandarino cada uno en una esquina del mismo lado del patio y un duraznero en el medio que nunca había dado frutos. En realidad también había un naranjo que daba naranjas muy ácidas, siempre pensaron que era por estar tan cerca del limonero.
Sin duda el mandarino era el mejor.

Había un pequeño lavadero y arriba de la mesada un tanque gigante que contenía kerosene para las estufas, con una pequeña canillita con la que se había bañado alguna vez teniendo tres años la hermana mayor, la seria, la de anteojos.
Así al menos lo habían contado en la familia.
En ese lugar se encontraba una pequeña ventana muy alta que daba a un baño chiquito que estaba en la habitación grande, el que se utilizaba como depósito. Desde la ventanita del lavadero se veía un busto de un beduino que estaba en el baño y se traslucía y siempre asustaba en la infancia.

En esa casa de la abuela, donde ella vivía con su mamá, o sea la bisabuela, -la bisabuela que era toda amorosa, bajita y con batón, pelo corto y todo todo blanco sujeto con dos peinetas que también eran blancas, cariñosa y callada y casi siempre barriendo el patio o la vereda-, había un cuarto muy lindo que había sido de la hermana mayor cuando era chiquita y vivían ahí, y la mamá había pintado un friso en las paredes, una hermosa guarda compuesta por distintos cuadros que eran reproducciones de personajes de cuentos que habían sido hechos películas por Disney.
Aparte en ese cuarto había un placar hermoso en la pared, que tenía una puerta bajita donde se guardaban los juguetes.

Los domingos se comían ravioles o fideos en la gran mesa del comedor.
Y el postre solía ser duraznos en almíbar con dulce de leche.
Muchas veces los otros abuelos iban también a almorzar los domingos. Con los otros abuelos se iba a misa, les habían llevado de regalo a las chicas más grandes unos cuadrados de tul blanco como si fueran mantillas, porque a la misa se iba con mantillas.
Y en la misa no se entendía nada porque era en latín, excepto cuando el sacerdote hacía el sermón, y entonces se entendía. Lo único que se sabía de la misa era decir « Et com espiritu tuo » o algo así, que significa « Y con tu espíritu »

No se ve nada más del tren, pero esa tranquilidad hace realmente pensar que era domingo, el tren semi vacío, todas cómodamente sentadas y la alegría de ir a la casa de la abuela.

viernes, 26 de agosto de 2016

Se hizo Justicia

A veces tarda, pero llega. Y eso hace que nos reconciliemos con los jueces probos y honestos. Y por sobre todo que se refuerce en muchos de nosotros que hay que seguir haciendo hincapié en la memoria. Es así: Memoria, verdad y justicia, sin ellas estamos perdidos.
Transcribo la crónica que escribió mi amigo Adrián Camerano, brillante periodista que ahora reside en Córdoba con quien tuve la suerte de compartir en Tierra del Fuego espacios relacionados con los Derechos Humanos y la Cultura popular.





SENTENCIA EN LA MEGACAUSA LA PERLA-LA RIBERA

Postales de una jornada histórica


Sobre las 14 de este 25 de agosto con inusual calor en Córdoba, el presidente del Tribunal Oral Federal N°1, Jaime Díaz Gavier, concluye la lectura de la sentencia con una frase esperada: “Señoras y señores, el juicio ha terminado”. Como un escape de gas, en ese preciso momento se libera la tensión acumulada en años de espera, nervio e impotencia. La Pando insulta, la esposa del condenado Ernesto Barreiro –Ana Maggi- gesticula y los familiares aplauden, lloran, cantan. “Viva la patria” provoca la activista por la impunidad, y de inmediato trona en la sala el consabido cantito “Adónde vayan los iremos a buscar”. ¿Mero folclore? No: la sala está dividida, víctimas y familiares de un lado, imputados y un puñadito de adherentes del otro; policías de uniforme y de civil están diseminados en la sala tapizada de madera lustrada, donde un módico cristo mira a todos desde arriba.
Han pasado unas dos horas de la lectura del fallo en la megacausa La Perla-La Ribera, el proceso de lesa humanidad que durante casi cuatro años juzgó a una cincuentena de responsables del mayor circuito represivo del interior del país. Una decena murió en el camino, otros recibieron penas menores, la mayoría -28- fueron condenados a prisión perpetua, por los más diversos delitos que uno se pueda imaginar.
Llevo unas cinco horas sin sentarme y estoy francamente cansado, pero me autocelebro la decisión de presenciar la sentencia desde adentro.

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¿Ingresar a Tribunales –a la mismísima sala, con suerte-, o vivir la sentencia afuera, con los miles de militantes, estudiantes, activistas, en fin, compañeros? El dilema no es menor. Pueblo o formalidad, emoción o institucionalidad, cantar la alegría por una nueva condena a los genocidas o presenciar una página de la Historia, así, en mayúscula. Arranco temprano este jueves rumbo a Córdoba y por las dudas cargo la vieja credencial que el tribunal me dio el 4 de diciembre de 2012, cuando el juicio inició y yo trabajaba en un periódico que nunca más volví a pisar. Un par de trámites me demoran y cuando son las 11 –la hora señalada para la lectura del fallo- me digo a mí mismo que ya está, que lo veré de afuera en pantalla gigante, como tantos miles, con muchos de los cuales nos hemos cruzado en marchas, actos, talleres, encuentros varios.
Pero el destino tenía una carta guardada. Cruzo el vallado y me dejan entrar al edificio; quién sabe por qué azar, figuro en el listado de medios acreditados. Subo la escalera y el hall de la sala está atestada de gente que quiere entrar, fotógrafos que se putean con las empleadas, camarógrafos que parecen competir entre sí a ver quién tiene la filmadora más grande. Me arrimo a la puerta, un trajeado dice que “la sala está llena, sólo dejaremos entrar a cinco familiares, nada más”, y no sé cómo me abren paso e ingreso, igual que aquella audiencia inaugural.
Estoy casi de incógnito, soy el único periodista en la sala. Me acurruco en un rincón y espero.

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“¡De pie!” grita alguien y se hace un silencio de muerte. Ingresa el tribunal, los fotógrafos y camarógrafos se toman su tiempo para retratar sobre todo a los acusados y comienza la lectura de la sentencia, larga, monótona, tediosa. Pero a la vez emocionante: uno a uno van desfilando en la boca del presidente del tribunal los artífices locales del genocidio. Luciano Benjamín Menéndez, Héctor Pedro Vergez, Ernesto Barreiro, una tríada posible del terror, condenados a perpetua. El mismo destino para “La Cuca” Antón, Carlos Díaz, “Fogonazo” Lardone, y tantos otros. A mi lado, los familiares levantan los carteles con las fotos de nuestros desaparecidos y escuchan, estoicos, cada pena asignada a los imputados.
Cuando Díaz Gavier lee una condena de apenas dos años y monedas, a mi lado escucho el clásico “¡qué culiaos!”. Levanto la vista y veo a un hombre mayor, de unos –pongamos- 60 años, en la mano un afiche de René Salamanca. Es igualito al desaparecido sindicalista de SMATA, un cuadro del Partido Comunista Revolucionario, el mismo partido que en tiempos recientes calificara al lockout de las patronales agrarias como “una rebelión agraria y federal”.
“¿Usted es el hermano?” le pregunto, y me responde: “No, el hijo”. Ni tiempo de avergonzarme: a su lado, una mujer anciana en silla de ruedas aguanta ya las dos horas con un cartel en mano, cerca están Estela de Carlotto, Sonia Torres –Abuelas Córdoba- un poco más allá y una pléyade de funcionarios, desde el gobernador Juan Schiaretti –que siempre llora en estos trances- hasta su vice Martín Llaryora, junto al delasotista Oscar González, reciclado como legislador provincial.
Una razón fuerte para no presenciar el fallo era la posibilidad de cruzarme con estos muchachos, pero qué va: la presencia de Estela, Sonia y Emi D´Ambra compensan el mal trago.

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Al escándalo de Pando y compañía se suma un par de condenados, que gritan y amenazan mientras son retirados de la sala. Menéndez, no. El “Cachorro” asistió impertérrito a la lectura de su condena número 14, doce de ellas a perpetua. El otrora jefe del Tercer Cuerpo del Ejército ya ni bravuconea, exhibe bastón y la mano izquierda vendada y lejos está de aquel general que era amo y señor de la vida y de la muerte en buena parte del territorio nacional.
Otros compañeros de condena, más jóvenes, sí provocan, patalean. Saben que, a sus espaldas, tienen a un par de activistas de apoyo. Pero no alcanza: “Adónde vayan los iremos a buscar” suena otra vez en la sala y estallan las lágrimas, los abrazos, Emi que destaca el valor de los testigos y un tribunal que ni mosquea cuando el público los aplaude, de pie, por el trabajo realizado.
Salgo y afuera me encuentro con miles cantando, bailando, soñando con una patria justa, libre y soberana.
Ahora sí, el juicio ha terminado.